Tartessos: en busca del reino
perdido
Los tartesios ¿eran fenicios?
Según cuenta el Antiguo Testamento, en el siglo X
a. C. las naves de Salomón, el rey de Israel, volvían cada tres años cargadas de
oro de un lejano y misterioso lugar llamado Tarsis: «El rey Salomón tenía en el
mar naves de Tarsis con las de Hiram [rey de Tiro], y cada tres años llegaban
las naves de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavones». La cita
procede del Libro de los Reyes, escrito allá por el siglo VII a.C., pero nos
remite tres siglos atrás, cuando la opulencia mineral del sur de la península
Ibérica atraía hasta el otro extremo del Mediterráneo a los primeros navegantes
semitas.
La mayoría de historiadores lo tiene claro: el primer autor que
mencionó a Tarsis se estaba refiriendo a las relaciones comerciales que los
israelitas mantenían con Tartessos, el reino situado más allá de las columnas de
Hércules (el estrecho de Gibraltar), en el Bajo Guadalquivir, que rigió el
mítico rey Argantonio. Desde esta primera mención, el aura enigmática en torno a
Tartessos no se ha desvanecido. Viajeros, filólogos y arqueólogos se han lanzado
durante decenios a la búsqueda de los restos de aquella civilización que
floreció entre los años 1000 y 500 a.C., para desaparecer luego y caer en un
olvido silencioso que ha durado hasta hace poco, inmersa en una nebulosa de
incertidumbres y conjeturas.
Tartessos y la Atlántida
El interés
por la misteriosa Tartessos se remonta a la Antigüedad. Diversos historiadores y
viajeros griegos de los siglos VI al IV a.C. dejaron constancia de lo que se
sabía, o creía saberse, sobre aquella civilización. Tal fue el caso de Hecateo
de Mileto, de Heródoto y, sobre todo, de Avieno, que en su Ora marítima hablaba
de un río llamado Tartessos que ceñía la isla en la que se encontraba la ciudad,
también denominada Tartessos.
Otro autor del siglo IV a.C., Eforo, se refería
igualmente a «un mercado muy próspero, la llamada Tartessos, ciudad ilustre,
regada por un río que lleva gran cantidad de estaño, oro y cobre de Céltica». A
todos ellos se sumó una referencia aún más intrigante, la de la Atlántida
cantada por Platón en sus Diálogos, particularmente en el Timeo, y que muchos no
dudaron en identificar con Tartessos. ¿A qué, si no, podría aludir Platón cuando
describe la Atlántida como «una gran isla, más allá de las columnas de Heracles,
rica en recursos mineros y fauna animal»? Incluso arqueólogos contemporáneos han
creído hallar los restos de la Atlántida en la región tartesia.
Pero, de
momento, se trata de una conexión imposible, basada más en las fabulaciones que
en las certezas. Tal es caso de la tesis del francés Jacques Collina-Girard, que
ubicó en 2001 la Atlántida en la isla Espartel, a medio camino entre Cádiz y
Tánger; y de los avistamientos de Rainer Kuehne, quien en 2004 dijo haber
localizado con imágenes aéreas los vestigios del templo de «plata» consagrado a
Poseidón y el templo «dorado» levantado en honor a Cleito en la Marisma de
Hinojos, cerca de Cádiz.
Al margen de la cuestión de la Atlántida, el
primer autor que intentó localizar con exactitud Tartessos fue un filólogo,
Antonio de Nebrija, responsable de la primera gramática castellana. En 1492,
Nebrija identificó Tartessos con el río Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de
brazos marinos que formaba el río en su desembocadura. Pero las conjeturas de
Nebrija, emitidas desde la intuición, no contaban con ningún tipo de respaldo
arqueológico.
Tras las riquezas de
Argantonio
La investigación arqueológica se hizo
esperar hasta el siglo XIX. El primero que removió las entrañas andaluzas en
busca de Tartessos fue George Bonsor, un pintor anglofrancés que quedó fascinado
por los paisajes de Andalucía y que, desde la década de 1880, cambió lienzo y
acuarela por pico y pala en cuanto comprobó el potencial arqueológico que se
extendía bajo sus pies. Nadie le había enseñado a excavar, pero su ilusión pudo
más que su bisoñez. Bonsor recuperó un alijo de piezas tartésicas en diversas
necrópolis sevillanas como las de Cruz del Negro, Carmona, Setefilla y Cerro del
Trigo.
A Bonsor lo siguió el alemán Adolf Schulten, gran impulsor de
la investigación en el yacimiento de Numancia, de donde salió enemistado con las
autoridades culturales españolas. Schulten quería seguir el ejemplo de su
compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya gracias a su fe en las
fuentes clásicas. La Ora marítima de Avieno sería para Schulten lo que la Ilíada
había sido para Schliemann; y el Coto de Doñana haría las veces de colina de
Hissarlik, en Turquía, donde Schliemann encontró, en 1873, la Troya cantada por
Homero.
Schulten pretendía demostrar que Tartessos yacía en las
Marismas de Doñana y pasó a la acción con la ayuda de Bonsor. Se hizo con las
herramientas necesarias y dirigió la ambiciosa aventura de localizar allí
Tartessos. Pero al final lo único que encontró fueron unas ruinas de época
romana en el llamado Cerro del Trigo. Schulten fracasó, pero su contribución no
dejó por ello de ser importante. Su obra Tartessos, publicada en 1924, sirvió
para ordenar todos los conocimientos que se tenían sobre la antigua civilización
del Guadalquivir y constituyó el punto de partida de investigaciones
posteriores.
Todos los testimonios legados por las fuentes se refieren
a Tarsis o Tartessos como una civilización de alma metalúrgica: «El más elegante
de los mercados, la ciudad del oro y la plata…». Tanto es así que Argantonio, el
rey tartesio por antonomasia, lleva la plata (Arg-) incorporada a su nombre.
Pero...
la literatura se elevó a certeza arqueológica
el 30 de septiembre de 1958, el día en que una cuadrilla de obreros que
trabajaban en un terreno de un club de cazadores de Sevilla –la Real Sociedad de
Tiro al Pichón–, en la localidad de Camas, cuatro kilómetros al oeste de
Sevilla, hizo un sensacional descubrimiento: un recipiente de barro en cuyo
interior aparecieron 16 placas, dos brazaletes, dos pectorales y un collar.
Todas las piezas eran de oro macizo y pesaban casi tres kilos. Después de
analizarlas, el arqueólogo Juan de Mata Carriazo concluyó que era «un tesoro
digno de Argantonio».
El hallazgo del tesoro de El Carambolo (se lo
llamó así por el cerro de 91 metros de altura, de este nombre, en el que se
encontró) alborotó los foros científicos cuando muchos se resignaban ya a una
Tartessos virtual. El Carambolo se convirtió en la imagen de cabecera de la
cultura tartesia y Juan de Mata Carriazo, en el padrino del descubrimiento.
Durante tres años, Mata Carriazo excavó el yacimiento que representaba a la
Tartessos tangible. Desenterró muros, estudió cerámicas, cotejó niveles
estratigráficos y demostró, por fin, que Tartessos no era una alucinación de los
autores de la Antigüedad.
De este modo, los estudiosos pudieron
definir un mapa de la civilización tartesia, que se extendía por la mitad sur de
la Península. Diversos yacimientos quedaban, así, asociados con Tartessos: en la
provincia de Huelva, los de La Joya y el Cabezo de San Pedro; en la de Sevilla,
El Gandul y Carmona; en Córdoba, La Colina de los Quemados; en Bajadoz, Medellín
y Cancho Roano, e incluso en Portugal se considera tartesio el yacimiento de
Alcácer do Sal. También cabe incluir en el área tartesia la localidad gaditana
de Mesas de Asta, la Asta Regia romana. El término Regia es una interesante
pista sobre el tipo de organización política del mundo tartésico; investigadores
como Manuel Bendala sospechan que alguna élite tartésica gobernó estas tierras
antes de que Roma le pusiera nombre.
En años recientes, la cuestión
que más debate ha suscitado en torno a la cultura de Tartessos es la de su
relación con el mundo fenicio. A partir del siglo VIII a.C., navegantes y
comerciantes fenicios fundaron ciudades y factorías en el sur peninsular,
especialmente en las provincias de Málaga, Granada, Cádiz, Almería y Alicante;
un territorio, pues, muy próximo al de los tartesios, con quienes sin duda los
fenicios mantuvieron contactos de todo tipo, tanto económicos como culturales y
artísticos.
¿Tartesios o
fenicios?
Tradicionalmente, se ha pensado que ambas áreas, pese
a la cercanía geográfica y a las relaciones que se establecieron entre ellas,
permanecieron sustancialmente independientes una de otra. El territorio nuclear
tartesio se ha ubicado tradicionalmente lejos de la costa, mientras que lo
fenicio se asocia al litoral andaluz y alicantino. Sin embargo, algunos
estudiosos plantean hoy en día que entre tartesios y fenicios se dio una
auténtica fusión cultural, hasta el punto de que en términos arqueológicos se
hace muy difícil distinguir en muchas ocasiones qué elementos son tartesios y
cuáles fenicios.
Ésta es justamente la teoría que mantienen dos
arqueólogos sevillanos, Álvaro Fernández Flores y Araceli Rodríguez Azogue, que
entre 2002 y 2005 excavaron en el yacimiento de El Carambolo, ampliando la
investigación que había llevado a cabo Mata Carriazo décadas atrás. En su
opinión, El Carambolo no sería un asentamiento indígena, producto de la
civilización tartesia, sino un santuario fenicio, dedicado a la diosa Astarté,
que alcanzó su máximo esplendor en el siglo VII a.C. y se abandonó en el
siguiente. Una sentencia que reduce Tartessos a atrezzo imaginario y cuya onda
expansiva ha sacudido a la comunidad científica.
Ambos autores
mantienen que el área de expansión colonial de los fenicios se extendió incluso
a Extremadura. Creen que los objetos bautizados como tartésicos (entre ellos, el
propio tesoro de El Carambolo) son la expresión colonial de un pueblo semita que
se asentó en Cádiz allá por el siglo X a.C. para luego expandirse por la costa y
el interior peninsular. De esta forma, El Carambolo sería un santuario fenicio,
resultado de un cierto «mestizaje» entre lo semita y lo local. Se podría
comparar con la colonización española de América tras la llegada de Cristóbal
Colón. Si uno contempla la huella dejada por los españoles en catedrales o
iglesias de América Latina, ¿las catalogaría como obras españolas o
locales?
Un reciente congreso, celebrado en Huelva en diciembre del
año 2011, ha dado resonancia a las posiciones de los «tartesoescépticos»,
aquellos que dudan de que Tartessos pueda ser considerada como una cultura
diferenciada. El debate se ha trasladado incluso a las vitrinas del Museo
Arqueológico de Sevilla. Allí se exponen, también desde diciembre de 2011, las
piezas del tesoro de El Carambolo, que durante décadas habían permanecido a buen
recaudo en la caja fuerte de un banco. Pero ahora los visitantes leen una nueva
denominación de origen: fenicia.
Sin embargo, para la mayoría de
especialistas el dictamen de Fernández Flores y Rodríguez Azogue peca de
atrevido. Creen, por el contrario, que en El Carambolo sí se advierten rasgos
específicamente tartesios. Una evidencia de ello se encontraría en el altar con
forma de piel de toro que ha aparecido en el epicentro del recinto sagrado, la
misma forma de los pectorales del tesoro de El Carambolo. En ningún santuario
fenicio se encuentran altares con este perfil; únicamente en territorio hispano.
Otros altares del área tartesia tienen la misma forma que el hallado en el
Carambolo, como los de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz) y Cerro de
San Juan (Coria del Río, Sevilla). Cuenta el mito griego que Hércules, después
de matar al gigante Gerión –el primer rey de Tartessos, según la leyenda–, se
apropió de su rebaño de toros rojos, en el que fue el décimo de los doce
trabajos atribuidos al héroe griego. Así, pues, el toro es el salvoconducto de
Tartessos para no arder en la pira de las invenciones históricas.
Por Daniel Casado
Rigalt. Universidad a Distancia de Madrid, Historia NG nº 102
Para saber más
Tartessos desvelado. La colonización fenicia del
suroeste peninsular y el origen y ocaso de Tartessos. Álvaro Fernández
Flores y Araceli Rodríguez Azogue. Almuzara, Córdoba, 2007.
Tartessos.
Contribución a la historiamás antigua de Occidente. Adolf Schulten.
Almuzara, Córdoba, 2006.
Tartessos. Jesús Maeso de la Torre. Edhasa,
Barcelona, 2003 (novela).
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