Se pregona por todas partes que vivimos en la era del conocimiento y de la información. El acceso a la educación está más generalizado que en cualquier otro momento de la historia (de hecho, en muchos lugares, se persigue al que pretende escabullirse del reclutamiento forzoso que supone la integración al sistema escolar).
Se ha glorificado la red como el medio de acceso al conocimiento y como centralidad de la vida tanto social como personal, asumiendo que este hecho nos proporciona todo aquello que los poderosos pretenden escondernos al mismo tiempo que nos abre las puertas de par en par al mundo de la comunicación instantánea y de la sabiduría a golpe de clic.
Tenemos disponibles innumerables medios de información en cualquier formato imaginable que nos mantienen al día de lo que sucede a cada segundo y en casi cualquier lugar del mundo.
Por otro lado, existe un acceso ilimitado e inagotable a todo tipo de productos culturales de todas las épocas que nos permiten conocer la trayectoria humana con una perspectiva jamás imaginada hasta hoy.
En definitiva, estamos en un momento histórico en el que ya no parece posible achacar a la falta de instrucción la incapacidad social para la transformación.
De hecho, podríamos estar ante la paradoja de que un exceso de formación e información nos haya conducido a una incapacitación intelectual para imaginar siquiera la posibilidad real de cambio social que nos acerque, al menos un poco, a una sociedad libre con todo lo que esto implica.
Precisamente, en el significado de los conceptos que envuelven todo discurso transformador se nota el daño realizado por toda esa maraña de conocimiento e información.
En los últimos tiempos me llama mucho la atención cómo los grandes ideales se han ido fragmentando y parcializando hasta reducirlos a palabras huecas que sólo sirven para ser lanzadas como consignas desprovistas de toda fuerza revolucionaria.
Me refiero a conceptos como justicia, igualdad, solidaridad, democracia, amor… pero especialmente me sorprende lo que sucede con el caso de la libertad.
Siempre he creído que la libertad debe ser uno de los cimientos sobre los que asentar cualquier tipo de relación, incluidas todas aquellas que están por crear mientras andamos caminando hacia ese otro mundo nuevo que buscamos sin cesar.
Esa creencia se basa en el papel central que la libertad siempre ha jugado en cualquier teoría revolucionaria. Por supuesto, estoy convencido de que no soy el único que así lo cree y, lamentablemente, muchos no están por la labor transformadora.
Así vemos, cómo la libertad como concepto absoluto se ha ido desmembrando y etiquetando en lo que podríamos denominar libertades menores y parciales que inevitablemente llevan a luchas igual de pequeñas e insustanciales.
Libertad de expresión, de movimiento, de conciencia, de información… grandes palabras que, en definitiva, canalizan esfuerzos y desactivan procesos transformadores.
Se persigue y se consigue el desgaste continuo en la defensa de causas que, en el mejor de los casos, conducen a la aceptación de una legislación que en nombre de alguna de esas libertades impone una restricción aún mayor que la existente previamente, pero cuyo objetivo principal es no permitir la reflexión y el razonamiento colectivo acerca de la libertad y sus implicaciones.
Sólo de esta forma es posible la movilización de grandes y numerosos grupos de personas que, posiblemente con toda la buena voluntad del mundo y en muchos casos con una falta absoluta de reflexión, sirven como punta de lanza de los intereses del poder en temas como el que nos ocupa.
De esta forma, es absolutamente espeluznante ver a la gente salir a la calle para defender la libertad de expresión por lo ocurrido en Francia al tiempo que se aprueban leyes cada vez más represivas contra la libertad. No sólo eso sino que además, vemos cómo se aprovecha esa energía para modelar una opinión pública que es capaz de defender la libertad de (una) expresión y mayoritariamente apoyar la cadena perpetua, llegando así a la cúspide de la esencia del ser humano actual.
No es posible una libertad parcial. ¿Qué significa libertad de expresión cuando millones de personas no tienen voz ahogadas bajo el yugo de la pobreza impuesta y la amenaza de muerte constante por inanición? ¿Libertad de movimiento? ¿Se referirá eso a los miles que cada año mueren tratando de atravesar alguna frontera siempre situada al norte de sus lugares de nacimiento? ¿Qué libertad de información puede haber en un sistema controlado absolutamente por las grandes transnacionales? No tiene sentido luchar por una pequeña parcela cuando el campo es tan grande, pero lo seguimos haciendo, seguimos tragando con sus normas del juego y reivindicando aquello que nos dicen y nos dejan sin tratar de ir más allá ni que sea a nivel intelectual.
Porque si vamos más allá de eso, cabría la opción de reflexionar y preguntarnos qué es exactamente eso que llamamos libertad, podríamos interrogarnos acerca de si es posible alcanzarla en una sociedad esclava del tiempo y de la emoción, sería deseable que cada cual estableciera qué entiende por libertad y cómo sería posible compaginarla con el resto (eso si de nuestras reflexiones extraemos que no es posible la libertad si ésta no es global, para todos).
Aunque, a lo mejor, no necesitamos ir más allá y nos basta con creer en las enseñanzas de los gurús ideológicos que cada cual defiende. A lo mejor, con eso, sirve para alcanzar la libertad. Es posible que no tengamos que reflexionar tanto y sólo debamos actuar. Aunque tal vez eso es lo que ya estamos haciendo desde hace mucho…
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