sábado, 21 de febrero de 2015

Un llanto por los héroes caídos

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Todos sabemos que vivimos en una sociedad competitiva.
Un entorno que glorifica a los ganadores, a aquellos que se imponen a los demás para alcanzar sus objetivos.
La sociedad los llama “triunfadores” y los considera como los “mejores” o los “más fuertes”.
Pero esa es una visión completamente distorsionada de la realidad.
Las propias estructuras psicológicas del Sistema, que nos han llevado a crear esta sociedad tan competitiva, deforman también nuestra visión del mundo y retuercen nuestros propios conceptos.
Podríamos decir que concebimos las cosas al revés de como son en realidad, hasta el punto de que aquello que la sociedad considera signos de debilidad y cobardía, muchas veces son el reflejo de una enorme fortaleza y valor.
Un ejemplo de esta visión invertida de la realidad, la podemos encontrar, por ejemplo, en el mundo de la ficción.
Estas últimas décadas, tanto la televisión como el cine (especialmente de Hollywood), nos han bombardeado con la imagen del típico héroe de acción, hasta convertirlo en el arquetipo del “hombre fuerte y duro”.
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Hombres violentos y musculosos, hinchados de esteroides, cuya única función en la vida parece ser repartir golpes, disparar a diestro y siniestro y sobretodo, matar a sangre fría sin mostrar el mínimo atisbo de remordimiento o conciencia.
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Un arquetipo masculino que ahora también ha sido trasladado a las heroínas femeninas, convertidas directamente en machos con tetas.
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El problema central de esta concepción de “hombre fuerte” no está en el uso indiscriminado de la violencia, como muchos querrán ver.
Lo que convierte a estos arquetipos sociales en especialmente nocivos, es su actitud respecto al resto de seres humanos.
El héroe de acción actual, utilizado como modelo de “fortaleza y valor”, es un ser impávido, impertérrito, frio e insensible, capaz de golpear, matar o planificar la muerte de los demás sin inmutarse; su gran “virtud” es que está dotado del más absoluto desprecio por la vida de las otras personas.
A base de bombardearnos con esta imagen continuadamente, todos hemos acabado creyendo que ser fuerte, duro y valiente coincide con la actitud de estos personajes.
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LA GLORIFICACIÓN DE LA FRIALDAD Y LA INSENSIBILIDAD
Con esta imagen impuesta en nuestras mentes, ha nacido la glorificación de la frialdad, como símbolo de fortaleza y superioridad.
Y eso ha llevado a que, en contraposición, las personas sensibles, generosas, aquellas que sufren por los demás y que están dotadas de una gran empatía, sean vistas como personas débiles.
Cuando es justamente al contrario.
Una persona que fácilmente establece vínculos emocionales con los demás, una persona que confía en los otros, que ama con facilidad y que sufre por el mal ajeno, por naturaleza, es una persona mucho más fuerte, dura y valiente que una persona insensible.
Siempre ha sido así y siempre será así, por pura lógica.
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Cuando una persona, de forma natural, siente amor, confianza y empatía hacia los demás y no trata de castrar estas tendencias naturales ocultándolas bajo un velo de indiferencia o frialdad, está mostrando un enorme coraje.
Porque amar, en cualquiera de sus múltiples representaciones, implica aceptar el dolor de una posible pérdida, de un posible engaño, de una posible decepción o de una posible traición…y aceptar la posibilidad de todos estos males y no obstante seguir amando, exige una gran fortaleza psicológica.
Amar incondicionalmente es la máxima muestra de valor que se puede tener en la vida.
Es un acto de auténtico heroísmo.
El mayor riesgo que se puede tomar.
Sin embargo, una persona fría, distante y con escasa capacidad para sentir nada hacia la gente que le rodea, no toma ningún riesgo, ni muestra el más mínimo atisbo de valor.
Es como si viviera en un cuerpo sin terminaciones nerviosas en la piel. No sentiría dolor ante los golpes o los arañazos y a ojos de los demás, parecería más duro, más resistente y más fuerte, cuando simplemente, lo que le sucedería es que sufre de una grave carencia.
En realidad, una persona dura es aquella que siente dolor y lo soporta, superando los malos momentos. De la misma forma, ser valiente es saber que corres el peligro de sufrir un gran dolor y no obstante, arriesgarte a enfrentar las situaciones que pueden llevarte a sentirlo.
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Por si fuera poco, muchas veces, en nuestra sociedad, se identifica erróneamente la frialdad con el autocontrol, como si carecer de emociones y sentimientos fuera el reflejo de una capacidad superior.
Cuando de hecho, es el reflejo de una incapacidad.
Una persona que no siente, tiene muchos menos elementos emocionales que controlar dentro de su psique y por lo tanto, por lógica, adquiere menos capacidad de control que alguien que está dotado de una gran capacidad para sentir emociones.
Es tan absurdo como ver a un tipo que monta tranquilamente en bicicleta y comparar sus habilidades con las de un piloto de helicóptero que vuela dando tumbos; por más que el ciclista controle mejor la bicicleta que el piloto su helicóptero, es ridículo afirmar que tiene una “mayor capacidad de control”, porque controlar un helicóptero, aunque sea de forma precaria, es mucho más complejo que controlar una bicicleta.
Pues bien, en nuestra sociedad se cae precisamente en esta confusión: al “que viaja en bicicleta” se le considera más eficiente, más fuerte psicológicamente e incluso más valeroso que al “que pilota un helicóptero”.
Así es como al que no ama, al que no siente ni padece por las personas que le rodean, al que ignora el dolor ajeno y actúa con completo desprecio por los demás, se le considera “el hombre fuerte, frío y eficiente” y se acaba convirtiendo en un dirigente y un referente social, a pesar de ser peligroso y potencialmente nocivo para la gente que le rodea.
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Sin embargo, a aquel que es capaz de cargar con el enorme peso de sus propias emociones y de las emociones que le genera el sufrimiento ajeno, se le considera débil, demasiado sensible y potencialmente inefectivo para ejercer puestos de poder.
Como vemos, es el propio funcionamiento del Sistema, el que tiende a premiar al primero.
Aquellos que no dudan en dañar a los demás en propio beneficio, aquellos a los que no les importa robar las ideas ajenas o pisotear los derechos ajenos para alcanzar sus objetivos, aquellos que son incapaces de verse afectados por el dolor que ellos mismos provocan en sus semejantes, son elevados a los más altos puestos, ayudados por las lógicas de funcionamiento internas del sistema competitivo.
De esta manera, en nuestro mundo, acaban gobernando los menos fuertes, los menos valientes y los más incapacitados emocionalmente de entre todos nosotros.
Es decir, los peores.
Sí, el mundo está gobernado por seres inferiores, aunque nos hayan hecho creer todo lo contrario.
Así pues, replanteemos de una vez por todas quién es fuerte y quién es débil.
Quién es “superior” y quien es “inferior”.
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LOS SUPERIORES Y LOS INFERIORES
Por que aunque suene muy mal, lo cierto es que no todos somos iguales: hay personas superiores a las demás.
Hay determinadas personas, que ante cualquier situación o oportunidad, piensan “¿Qué beneficio obtendré yo de esto? ¿Qué beneficio obtendrán las demás personas? ¿De qué manera podemos salir beneficiados todos, de forma justa y equitativa?”
Son individuos que podrían haberse quedado anclados en la primera cuestión y solo pensar en ellos mismos. Pero su tendencia natural no solo incluye sus propios beneficios, sino los de todo el conjunto. Su mente se abre y se amplia de forma natural hacia todo el entorno.
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Son ese tipo de personas que se sienten incómodas o incluso culpables si su bienestar implica perjudicar a los demás, o que incluso se sienten mal si tienen un golpe de suerte y en cambio ven a otras personas sufriendo a su alrededor.
Estas personas existen, no son un mito. Están entre nosotros.
Su mente está en un estado superior.
Y sin embargo, la sociedad tiende a castigarlos o a ignorarlos, como si fueran un cuerpo extraño, como si fueran bichos raros.
En contraposición a ellos, hay personas que ante cualquier situación o oportunidad, solo piensan“¿qué puedo ganar yo con ello? ¿cuál será el beneficio para mi?”.
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A estas personas, la sociedad los considera “los preparados, los listos, los competitivos, los que se adaptan, los supervivientes”.
Y en el fondo es cierto. Tienen un fuerte instinto de adaptación y supervivencia, como todos los animales.
Como lo tienen nuestros gatos o nuestros perros. Animales que sí, pueden ser muy cariñosos y muy simpáticos, pero que no dudan en comerse nuestro bistec a la mínima que nos distraemos. Porque por más que nos quieran, cuando ven el bistec ante sí, en su cerebro todo razonamiento queda reducido al binomio “Yo-Comida”. De repente, ya no piensan en si nos perjudican o en si esa comida nos iba a alimentar a nosotros. Llegado el momento, solo piensan en sí mismos y la única forma de impedir que vuelvan a robarnos la comida en el futuro es regañándolos y castigándolos por haberlo hecho.
Es decir, imponiéndoles una autoridad y normas de conducta que deben obedecer bajo amenaza de sanción.
No es extraño pues, que el Sistema quiera, promocione y proteja tanto a este tipo de personas.
Porque este tipo de personas tan netamente inferiores a las del primer ejemplo, son las que justifican la existencia del Sistema.
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LOS PROTEGIDOS Y LOS CASTIGADOS POR EL SISTEMA
Las personas más competitivas, las que no dudan en actuar en beneficio propio sin pensar en las consecuencias que tendrá para el resto de individuos, las que son menos capaces de sentir empatía hacia los demás o de ampliar su mente para incluir a los otros en sus logros, ganancias y deseos, esas personas, son las que mantienen el Sistema en pie.
Ellos justifican la existencia de policía, leyes, jueces y autoridad; el dolor que provocan en los demás y la injusticia derivada de sus incapacidades sientan las bases para que existan las reglas morales y los códigos de conducta, las religiones y las doctrinas infectadas de instrucciones de obligatorio cumplimiento.
Tanto da qué posición ocupen en el escalafón social: sean altos mandatarios o chorizos callejeros, su incapacidad para ponerse en la piel de los demás, es la misma.
Ellos son los que le roban la pensión a la pobre anciana que sale del banco; y los que se gastan 6000 euros en un bolso, sabiendo que hay gente que con ese dinero podría alimentarse o dejar de vivir en la calle. Son la miseria de la especie humana, la inferioridad encarnada, la rata que espera la oportunidad para robarle la comida al hambriento.
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Sin ellos, no solo el Sistema no podría sostenerse en pie, sino que sería completamente innecesario.
Pero como decíamos, entre nosotros hay individuos diferentes. Seres sensibles, generosos y empáticos y por lo tanto, valientes y extremadamente fuertes.
Individuos cuya presencia pone en duda toda la estructrura del Sistema. Uno solo de sus actos espontáneos de amor o generosidad, son como un dedo acusador, un incómodo reflejo que pone de relieve toda la bajeza del Sistema al completo.
Si todos fuéramos como ellos, no necesitaríamos leyes, autoridad, policías, religiones, ni normas morales…porque todas esas estructuras solo sirven para regular los aspectos más bajos de nuestra naturaleza; son como las setas que crecen en el estiércol…sin la porquería no podrían proliferar.
Por lo tanto, todas estas personas que aman incondicionalmente, que piensan espontáneamente en el bien común, son, en su esencia más profunda, personas anti-sistema, por más que en muchos casos consigan estar integradas en él.
Su forma de pensar, actuar y sentir no se puede aprender en una escuela, ni se puede transmitir o inculcar mediante una doctrina moral o religiosa. Tanto da que uno lea mil veces la Biblia, vaya a misa cada día, tome todos los sacramentos, rece como un loco o siga al dedillo todas las enseñanzas de Jesucristo.
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Es algo que debe brotar del interior de uno mismo, de forma natural. Simplemente, llega un día en que se ES así…
Las personas que alcanzan este estado mental permanente, acostumbran a ser seres anónimos y sacrificados.
No reciben medallas, ni premios, los municipios no les dedican costosos monumentos ni hay una sola línea en los libros de historia que hable de ellos.
Curiosamente, en los libros de historia, solo encontraremos párrafos dedicados a los peores criminales de masas, a los especímenes más bajos de nuestra especie, a los menos fuertes y valerosos, encarnados en forma de reyes, papas, emperadores, militares o conquistadores. A sus actos egoístas y enloquecidos, se los llama pomposamente “gestas históricas”, cuando en realidad no son más que manifestaciones de una conciencia inferior y de una marcada incapacidad para sentir empatía o amor hacia los demás.
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Los libros de historia son en realidad la nutrida recopilación de las muestras de bajeza de estos seres inferiores aupados al poder por el Sistema.
La auténtica historia de la humanidad, la que valdría realmente la pena escribir y leer, debería ser aquella que reuniera todos esos pequeños gestos de generosidad y amor incondicional hacia los demás individuos, realizados por tantos héroes anónimos, ignorados a lo largo de los tiempos.
Desgraciadamente, la gente lo consideraría una recopilación de pequeñas anécdotas, porque no implicarían grandes movimientos de tropas ni enormes dispendios destinados a provocar el dolor indiscriminado.
Sin embargo, ese libro de historia estaría repleto de destellos espontáneos de luz enmedio de la oscuridad, una reunión de lo mejor de nosotros mismos como especie, que sí merecería ser recordado para siempre.
Llegados aquí, podríamos preguntarnos: ¿quienes son estas personas especiales, capaces de mostrar tanta generosidad, y amor espontáneo hacia aquellos que les rodean?
¿Son una preciosa anomalía de la naturaleza?
¿Un elemento regulador del conjunto de la especie, como lo puedan ser los seres intrínsecamente malvados?
¿Son ángeles? ¿Seres enviados por algún ser superior?
Quizás no tenemos que ir a buscar tan lejos…porque por lo que parece, esos seres especiales, somos muchos de nosotros, quizás la mayoría de nosotros.
Porque prácticamente todos hemos tenido impulsos de generosidad y amor espontáneo en algún momento de nuestra vidas, sin esperar nada a cambio.
A todos nos ha llenado de alegría ver la felicidad de personas desconocidas y a todos nos ha herido en los más profundo del alma ver imágenes de dolor ajeno. ¿Cuantas veces hemos reído o llorado por personas desconocidas, aunque sea en la intimidad de nuestros hogares?
Así pues, el potencial para alcanzar ese estado mental superior, lo llevamos en nuestro interior.
Y ese es precisamente el gran drama que estamos viviendo.
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LA DERROTA COTIDIANA
Como hemos dicho, la sociedad tiende a castigar las muestras de empatía, confianza y amor incondicional hacia los demás, porque son actos que ponen en tela de juicio al Sistema.
Representan la semilla de un nuevo mundo, en el cual, el Sistema ya no seria necesario y por esa razón, el propio Sistema los combate con todas sus energías y todos sus recursos.
Las personas que muestran estas actitudes de forma espontánea, son etiquetadas como débiles, poco competitivas e ineficientes; la sociedad se burla de ellas para que pierdan la fe en si mismas y las aplasta con sus engranajes, hasta que en el lugar preeminente que deberían ocupar, el Sistema sitúa a sus fieles servidores, los seres inferiores, aquellos que son incapaces de sentir nada por los demás, para que escriban, con sus renglones torcidos y su mala letra, los párrafos de la historia.
Todos nosotros somos víctimas de este proceso, en algún momento de nuestras existencias.
Las injusticias recibidas y el ver que nuestros actos espontáneos de generosidad o de confianza ciega hacia los que nos rodean reciben el castigo de la traición, el dolor, la burla, el desengaño o el robo, nos cambian para siempre; los golpes recibidos a lo largo de la vida, acaban provocando que mucha gente acabe castrando sus mejores impulsos y sentimientos, y que renuncie a confiar en la bondad de los demás, en aras de un pragmatismo vital relacionado con la supervivencia y la adaptación a las reglas implacables de la sociedad.
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Así es como la mayoría de nosotros, que podríamos haber manifestado en nuestras vidas los mejores sentimientos de amor, generosidad y empatía, de forma espontánea y continuada, acabamos creándonos un escudo alimentado por el escepticismo permanente hacia la naturaleza humana.
Es cuando nos decimos a nosotros mismos aquellas frases tan típicas de “dejaré de ser un tonto, estoy harto de recibir hostias”“dejaré de ser tan confiado, porque todo el mundo te jode cuando puede”“no se puede ser tan generoso, porque sino todos se acaban aprovechando de ti”“dejaré de amar ciegamente, porque solo recibo desprecios y desengaños”
A este terrible proceso, la sociedad lo llama “hacerse mayor”, “adquirir experiencia”, “endurecerse”, “madurar”, “adaptarse”, “perder la inocencia” o “dejar de ser un ingenuo”…
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Etiquetas que tratan de positivizar lo que en realidad es una derrota en nuestras vidas, y una pérdida irreparable para toda la humanidad.
No nos engañemos más.
Esto no es endurecerse, no es avanzar, no es madurar.
Es una pérdida, un retroceso, una retrospección a un estado mental inferior.
Renunciamos a lo mejor de nosotros mismos, abandonamos lo que son las mayores demostraciones de fuerza y valor que podemos tener en la vida, que son las muestras de amor incondicional, confianza y empatía hacia los demás y las cambiamos por una coraza herrumbrosa con la que pretendemos protegernos del dolor y de la injusticia del Sistema, que nos ataca a través de las personas que nos rodean y a las que tratamos de ayudar.
Es difícil de aceptar, pero cuando hacemos esto, en realidad estamos siendo unos cobardes.
Cada vez que alguien lleva a cabo esta terrible renuncia, se produce una pérdida irreparable para la humanidad: esa semilla que todos llevamos en nuestro interior y que podría echar raíces en la tierra yerma para crear el vergel de un nuevo mundo, se seca para siempre.
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Para tratar de paliar los efectos de esta gran pérdida, solo nos queda una opción: volver a ver la realidad tal y como es; tomar conciencia de lo que es el auténtico valor y la auténtica fortaleza; y no olvidarlo nunca más.
Porque confiar y que te traicionen, ofrecer y que te roben, amar y que te menosprecien y sin embargo, seguir confiando, ofreciendo y amando, una y otra vez, sin desfallecer, es el mayor acto de fe, heroísmo, valor y coraje que un ser humano puede tener en la vida.
Algo que solo está al alcance de seres humanos superiores, aquellos que llevan en su interior el germen de una nueva humanidad y no pierden la esperanza de cambiar el mundo para siempre…

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