Su nombre era John Henry George Lee, y su vida, nunca fue especialmente fácil. Sin embargo, su humilde existencia pasó a los anales de la historia por una casualidad, un misterio o incluso según dicen muchos, un milagro.El señor Lee fue esa persona a quien la muerte no quiso llevarse por muchas veces que intentaron ajusticiarlo: Ahorcándolo. La trampilla que debía abrirse para dejar su cuerpo en el aire y sujeto por una soga al cuello, no quiso abrirse.
John Henry George Lee nació el 1864 en Abbotskerswell, un pequeño pueblo de Inglaterra. Las penurias, el hambre y sus ansias por ver mundo hicieron que, con poco más de 17 años, se alistara en la Royal Navy. Pero al poco tiempo acabó enfermando. Tras una terrible neumonía fue declarado “no apto” y apartado de su carrera en el mar.
Volvió a tierra firme, a la penuria y al hambre, aún más debilitado y con menos esperanzas. Encontró trabajo en un pueblo cercano a su casa de infancia: Babbacombe. Era el mozo de una anciana, la señora Emma Ann Whitehead Keyse, alguien que vio en John a una persona fiable que podía ayudarle en el día a día en su granja.
Junto a él trabajaban tres muchachos más. Unos hacían labores del campo, otros cuidaban la casa… Era una vida sencilla, sin excesivas complicaciones. Aunque la tragedia siempre descorre su velo cuando uno menos se lo espera. Y eso fue lo que ocurrió un 15 de noviembre de 1884. La casa se incendió y cuando llegaron los bomberos, se encontraron al propio John desesperado por apagar las llamas que consumían aquella granja donde se ganaba la vida.
Cuando el fuego fue sofocado, encontraron algo más en la casa: la señora Emma Keyse, estaba en el suelo, sin vida y con un corte de hacha en el cuello. No tardaron en atar cabos y lo hicieron del modo más sencillo posible: John Babbacombe era el único que estaba en la casa. Su presencia allí, más el hecho de contar con antecedentes penales (en el pasado había realizado algún hurto para poder comer), hizo que la sentencia fuera firme y clara: se le condenó a la horca por asesinato.
La fecha elegida para el ajusticiamiento fue un 23 de febrero de 1885. John tenía 20 años cuando se vio encima del patíbulo, siendo observado por centenares de personas ansiosas por ver su cuerpo colgando de aquella soga. Se sabe que el verdugo fue un tal James Berry y como hombre que conoce su trabajo, había preparado minuciosamente el cadalso y comprobado cada uno de los elementos.
La soga era resistente, la trampilla se abría rápidamente… Sólo necesitaba que el secretario judicial le diese la orden para accionar la palanca que quitaría la vida del joven John Babbacombe. Y así lo hizo. Una. Dos. Y tres veces. Fueron tres las veces en las que habiendo accionado la palanca, la trampilla se negó a abrirse. Tras el primer fallo, retiraron a John del cadalso para ver que ocurría. Y al hacerlo sin el reo delante, funcionó perfectamente. Se dice que al segundo intento, volvieron a apartar a John, y al probar, el propio verdugo cayó por la trampilla.
La tercera vez, el publico asistente empezó a desesperarse. Demasiado sufrimiento, demasiada locura. Tal vez aquello era una señal. Finalmente, el secretario judicial ordenó anular la ejecución y trasladar a John a su celda. Programar una nueva ejecución sería ya algo inmoral, así que, después de infinidad de quejas y alegatos de defensa, se decidió conmutar la ejecución por una cadena perpetua revisable.
Nunca sabremos si John Babbacombe Lee era inocente o culpable. Lo que queda claro, es que algo ocurrió para que aquella trampilla no se abriese en ninguna de las tres veces que se le intentó ajusticiar. Finalmente, pasó 22 años en la cárcel, saliendo un 18 de septiembre de 1907 para dejar el país e irse a vivir a los Estados Unidos. Se casó y tuvo una vida íntegra, hasta fallecer en 1947. Pero siendo recordado siempre como “el hombre al que no pudieron ahorcar”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario