«Always look on the bright side of life». La vida de Brian, 1979. Imagen: HandMade Films / Python Pictures.
Es interesante observar como a pesar de los visibles efectos de la profunda crisis económica y social que estamos atravesando, la marea de mensajes que promueven una actitud escapista hacia un negacionismo del malestar no retrocede, sino que parece aumentar. Cultura del ocio, soluciones individuales y narcisistas a problemas de un mundo posmoderno en el que si no disfrutas de la vida se debe seguramente a que algo has hecho mal.
Las ciencias tampoco son inmunes a esta influencia sociocultural, ya que en definitiva son seres humanos los que proponen aquello que se va a investigar y aplican sus propios sesgos a los experimentos. Y si ocurre incluso con las «ciencias puras», pues extrapolen al campo de la psicología. Precisamente uno de los fenómenos más recientes en esta disciplina es la aparición de una nueva corriente, por supuesto con marchamo de revolucionaria, y que a la vez fundamenta y se apoya en esta cosmovisión del «buen rollo», la felicidad y el bienestar: la psicología positiva.
A primera vista esta apuesta por valores y emociones positivas parece aportar un soplo de aire fresco al depresivo ambiente de las patologías mentales, un cambio de enfoque más esperanzador para relativizar la negatividad asociada al trabajo en psicología y su particular pathos —o impulso de muerte, que dicen los psicoanalistas—. Ahora bien, solo a primera vista; la psicología positiva tiene un «reverso tenebroso», una carga de profundidad oculta bastante problemática y potencialmente peligrosa relacionada con aquello que no tiene en cuenta. Además, ni siquiera aporta nada nuevo ni original a la psicología. Pero para poder desgranar estos aspectos será más sencillo empezar por la gestación de la criatura.
Como el cristianismo hace tantos siglos ya, la psicología positiva nace de un momento de epifanía. En este caso, nuestro Saulo de Tarso particular es Martin Seligman, psicólogo y escritor estadounidense, famoso en su día por sus investigaciones sobre la indefensión aprendida, y que presidió la American Psychology Association (APA, idénticas siglas que la de psiquiatras). Este académico y respetable señor cuenta que quedó sorprendido cuando su hija de cinco años le llamó «gruñón» un día; a partir de aquí tuvo un insight, que diría un gestáltico, y compartió con su colega Csikszentmihalyi —hay apellidos que los carga el diablo— su descubrimiento de lo aburrida y negativa que era la psicología que estaban practicando.
Casualmente también por estas fechas, Seligman recibió un cheque de 1,5 millones de dólares USA por parte del multimillonario y filántropo irlandés Charles Feeney para que los dedicara a anunciar la buena nueva; aquí se acaban los paralelismos con el apóstol de los gentiles, pues desconocemos si Pablo fue financiado por los romanos como parece que la John Templeton Foundation —cuyo propósito es investigar sobre el hecho divino— también está haciendo con el bueno de Martin. Dejando el campo libre para teorías de la conspiración variadas, vamos a ver en qué consiste el nuevo evangelio de la felicidad.
Seligman basa la psicología positiva en una novedosa «teoría del bienestar» que se mide en crecimiento personal; el objetivo de su modelo es encontrar formas de aumentarlo. Por supuesto sobre métodos científicos, ya que estamos ante una nueva ciencia, que vendría a cubrir un aspecto ignorado por la psicología anterior como son los aspectos positivos de la condición humana en sus procesos psíquicos. Sorprende enormemente que Seligman y compañía prescindan de golpe en esta afirmación fundacional de más de seis décadas de tradición en psicología humanista, cuando toman sin pudor conceptos fundamentales estudiados por esta. La solución aplicada para subsanar esta incoherencia ha consistido en negar toda relación con el movimiento humanista, a pesar de que el crecimiento personal y la creatividad han sido su objeto de estudio tradicional y el mismo nombre de «psicología positiva» lo usó ya Maslow en 1954. El argumento empleado para poner distancia es el estigma de siempre del humanismo; no haberse ocupado de trabajar suficientemente su base empírica y derivar en movimientos de autoayuda. A diferencia de la psicología positiva, que emplea los más modernos métodos de investigación. De nuevo, el viejo descrédito por acientífico.
Esta utilización del método científico como mascarón de proa distintivo no tiene nada de malo, al contrario; sin embargo, un vistazo a la investigación «positiva» arroja unas cuantas sombras de duda. Los constructos usados adolecen de ambigüedad en su definición. Increíble, ¿verdad? Prueben a dar una definición científica común de bienestar, resiliencia, creatividad o crecimiento personal. Lo que se entiende por felicidad varía tremendamente según individuo y cultura. El abuso de estudios que aportan simples correlaciones o la utilización de argumentos tautológicos son otras de las críticas. Llueve sobre mojado, pues irónicamente estos mismos problemas ya los había padecido la psicología humanista en sus carnes. A pesar de que mucho antes ya se habían realizado estudios con metodología científica, como el de MacKinnon en 1962 sobre la creatividad en arquitectos.
Martin Seligman diciendo algo muy importante. Fotografía: Sargoth (CC)
Toda esta endeblez metodológica ha colocado a la psicología positiva en una recurrente necesidad de reafirmación frente a la facilidad con la que se asocia a movimientos más relacionados con el pensamiento mágico. Así que, como ven, el paralelismo con la religión va un poco más allá del mero recurso al chiste fácil (al que, por otro lado, cuesta resistirse); la autopista hacia la literatura barata de autoayuda, o lo que en internet se conoce como «magufada», tiene cuatro carriles y ningún peaje. Baste referirse como exponente a la obra de Lyubomirsky, La ciencia de la felicidad, donde se nos habla de un «método probado» para obtenerla e incluso se propone una ecuación de dudoso origen o justificación empírica.
Sin embargo, la explosión de la psicología positiva no es en absoluto casual ni inesperada; encaja perfectamente en una filosofía vital de hedonismo maníaco que no tiene nada de inocente, sino que se puede rastrear en diversos ámbitos sociales y que incluso diría que se ha insertado como ideología dominante, pues se encuentra indistintamente en boca tanto de gurús de la new age espiritualista como en la de directores de grandes departamentos de recursos humanos. Y lo que es peor, irradiada continuamente desde los más variados medios de comunicación y sus artículos sobre salud, bienestar y vida cotidiana.
Filosofía que se basa en dos rasgos principales: el primero, la evitación neurótica de experiencias y sentimientos considerados «desagradables». La psicología positiva nos habla de emociones «positivas» y «negativas», pero la distinción entre estas no parece quedar muy clara. De hecho se da por sobreentendido cuál es cada una: ¿es realmente sano poner al mal tiempo buena cara en todo momento? No es infrecuente encontrarse personas que a pesar de pasar por acontecimientos muy duros se sienten culpables por no poder exhibir el optimismo «debido». Que sufren por sentirse tristes o enfadadas y creen que estas emociones son inadecuadas; el temor a ser «anormal» o diferente por sentirse abatido. Sobre todo, si recibimos mensajes en los que se nos niega directamente lo que sentimos, como esta moda de llamar «oportunidad» a un despido laboral. Parecemos haber pasado de reprimir emociones a poder expresar solo una: la alegría.
El segundo, en ideas de grandiosidad desajustadas con respecto a la propia imagen —típicas del narcisismo— con reiteradas apelaciones al propio «poder», fortaleza, resistencia; en definitiva, ideación de omnipotencia condensada en neologismos como «empoderamiento» y frecuentes alusiones al «autoliderazgo», que aún ando preguntándome en qué se diferencia exactamente del clásico ir tomando decisiones consecuentes. Uno de los ejemplos extremos a los que conduce esta creencia lo podemos encontrar en el famoso best seller de Rhonda Byrne, El secreto, cuyo ídem parece ser cierta ley de atracción universal por la cual si deseas algo con fuerza y te lo propones, el universo conspirará para que lo obtengas. No creo necesario extenderme en analizar este tipo de pensamiento mágico coelhista de gran éxito durante el Medievo, pero si usted tiene más de doce años y sigue creyendo en esto, le puedo recomendar un buen terapeuta.
Esta doble premisa no deja de ser contradictoria si se piensa bien; mientras que por una parte se alimenta de un individualismo exacerbado que subraya nuestra propia responsabilidad, y de nadie más, en el éxito o fracaso vital (ideología clásica del liberalismo desde los tiempos de la escuela escocesa, que borraba de un plumazo el peso de «lo social»), por el otro estigmatiza uno de los resultados posibles de nuestras elecciones. El fracaso en nuestros propósitos es directamente una palabra tabú. No se puede mencionar, como en ciertas empresas donde se evita usar la palabra problema y se buscan eufemismos sustitutorios. Ni se le ocurra pensarlo: al mínimo síntoma de «derrotismo», duda o negatividad incluso es posible que le encasqueten un coach. De hecho, un riesgo paradójico de la psicología del bienestar es terminar necesitando un psicólogo o consejero para ser feliz constantemente. Y así cuadrar el círculo de la patologización y la dependencia de los presuntos «empoderados».
El Evangelio según Santa Rhonda. Fotografía: The Italian Voice (CC)
Cuando eres el único responsable de todo lo que te ocurra en la vida, pero hay una fuerte presión social que te empuja a tener que ser feliz sin interrupción y sin margen de error, la neurosis está servida: no es extraño que el estado de salud mental de la población vaya empeorando a pesar de toda esta industria de la felicidad que se sostiene, en última instancia, en el consumo de pastillas. La tentación de evitar el conflicto o las dificultades arrojándose en brazos de un mágico placebo salvador o un chamán que piense por ti es muy grande.
Con estas magras herramientas se pretende además que el individuo se enfrente a un entorno social de continuo cambio, de «salir de la zona de confort» o dicho de otro modo, de cambiar por cambiar aunque no se quiera, de «responder a las exigencias del complejo mundo moderno» reinventándose continuamente… ¿A que empiezan a notar cierto agobio? Tengan en cuenta que además el resultado ha de ser exitoso y feliz. No sorprende que tantas personas se bloqueen, dejen de decidir por miedo a «fracasar» o a no mostrar la felicidad adecuada y ser por ello anormales, inadaptados y finalmente excluidos del resto de la sociedad.
Pues bien, en este terreno abonado, la receta de la psicología positiva consiste precisamente en poner aún más énfasis en valores como el optimismo y el bienestar. Receta que va viento en popa, visto el monumental negocio en que se ha convertido esta nueva corriente de felicidad pseudomágica. Sin salir de España, de la mano de Eduard Punset, quien usando elementos de divulgación científica termina frecuentemente en terrenos esotéricos, y de su prolífica hija Elsa, incansable autora de manuales de felicidad. No hay nada de malo en ubicarse en una zona más filosófica que científica, de hecho en psicoterapia es mucho más habitual emplear elementos de lo primero, pero ya saben lo que dice el dicho popular nocturno: mezclar es arriesgado.
Un caso paradigmático del peligro de investir de ciencia lo que no lo es lo encontramos en los estudios «positivos» sobre el «espíritu de lucha» y los beneficios del optimismo en pacientes de cáncer. No hay evidencias demostradas de que tal actitud personal influya en un mejor pronóstico de la enfermedad —aunque sea una disposición muy respetable—, pero su tozuda aplicación basada en tal creencia puede dejar perplejos a los propios afectados en medio de un dispositivo social diseñado para negar su dolorosa realidad y sustituirla por una leyenda heroica. Barbara Ehrenreich lo vivió en primera persona y lo explicó mucho mejor en Sonríe o muere.
No se hagan ilusiones: en la vida sufriremos injusticias o arbitrariedades, y tendremos conflictos con los demás cuando nuestros deseos choquen con los del vecino. No siempre triunfaremos, ni nos saldremos con la nuestra. No podemos controlarlo todo. Aparecerán rabia, frustración, envidia o celos, pues son inseparables de la experiencia humana. Es más, es sano que experimentemos estos sentimientos: la alegría auténtica no se entiende completamente sin la tristeza. Las emociones nacen en nuestro cuerpo y no tienen moral por sí mismas: se la ponemos nosotros según el contexto. El miedo o la tristeza tienen una función esencial en nuestro recorrido vital.
Arrinconarlas, rechazar una parte de nosotros mismos porque no nos gusta mirarla, nos aleja de la realidad y nos coloca en un mito ideal. Lo que es peor, nos impide vivir plenamente. En definitiva, nos coloca en una fantasía que la vida se encargará de desmentir una y otra vez, acumulando esa misma frustración de la que tratamos de huir. El gran peligro subyacente a la psicología positiva es precisamente desconectarnos de una parte de lo que nos humaniza atendiendo únicamente la otra, la agradable de contemplar, desatendiendo el contexto. ¿Cómo estoy tan seguro? Porque ya ha ocurrido antes con la rama de la psicología humanista que huyó del «lado oscuro», evitó reflexionar entre otras cuestiones sobre nuestra capacidad para hacer daño y se diluyó en chamanes, túnicas y flores en el pelo.
No se trata tanto de que debamos sufrir desgracias como enseñanza sino de saber cómo afrontar las crisis cuando aparecen, y esto pasa por aprender dónde están nuestros recursos y límites, y aceptarlos. Pero aquí sí se puede decir que es una elección nuestra si recorrer este camino o no; ya que hablábamos de píldoras, y parafraseando a Morfeo en Matrix: «¿Pastilla roja o pastilla azul?».
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